viernes, 13 de febrero de 2009

Amanecer de un día cualquiera


Queremos destacar la desinteresada colaboración de los periodistas Laura Giussani y Hernán Lopez Echagüe, quienes becaron a uno de nuestros compañeros para que participe en los talleres que realizan de crónicas narrativa; en los mismos se realizo Amanecer de un día cualquiera, esta nota la autora muy amablemente la cedió para que sea editada en nuestra publicación.

Por: Elisa Bearzotti

Abrió los ojos y vio el cielorraso blanco con algunas manchas opacas. No supo distinguir si era pintura o humedad, y quizás por eso se quedó unos minutos mirándolas fijamente. Luego desvió la vista hacia un costado. Se encontró con los barrotes que lo mantenían prisionero de un universo apenas percibido latiendo en las orillas, más allá de los confines dibujados por las rejas.

Quiso levantarse, se dio vuelta sobre la panza, apoyó las manos y se puso de rodillas. Todo le costaba un enorme esfuerzo. A pesar de la torpeza y del sueño que todavía lo abrumaba siguió insistiendo: necesitaba ponerse de pie. Estiró una mano y la acercó al barrote, firme, certero, convincente, una varilla gruesa imponiendo su presencia de guardián custodio, celoso mensajero del destino, un destino implacable e imposible de evadir.

Acercó la otra mano al barrote, lo presionó con fuerza y fue subiendo por su pátina grasosa hasta que logró pararse. Estaba absolutamente concentrado en su tarea, firme en su propósito, irreductible.

Estuvo así unos segundos, tambaleando, manteniendo el equilibrio con dificultad, las piernas le temblaban, las fuerzas poco a poco lo abandonaron, y cayó. No emitió un solo sonido, no dejó que el dolor lo cubriera con su manto de desesperación e inercia.
Otra vez estaba en el suelo. Volvió a mirar alrededor, eligió el mismo barrote y colocó su mano porfiada en el lugar exacto donde lo había hecho antes. Insistió con más fuerza y volvió a ponerse de pie.

Esta vez se sintió más seguro. Las piernas lo sostenían mejor. Incluso se permitió un pequeño bailecito flexionando las rodillas una y otra vez al ritmo de sus propios sonidos. Volvió a caer pero esta vez no le importó, había aprendido la estrategia para ponerse de pie, sabía donde apoyar la mano, donde ejercer la presión adecuada, donde establecer un punto de apoyo para que su cuerpo actuara como palanca respondiendo a la orden de su cerebro… up, ¡arriba! Y otra vez parado.

Volvió a mirar alrededor, esta vez el panorama era diferente, veía claramente los muebles que lo rodeaban, la silla apoyada sobre la pared, la lámpara en un rincón, y sobre todo distinguió fácilmente la puerta abierta que, como un llamado de libertad lo alentaba a traspasarla.

Cuando miró hacia abajo notó que los barrotes no eran demasiado altos, de modo que tomó la decisión, levantó una pierna y la pasó por encima de ellos, se dio vuelta poniéndose de espaldas, pasó la otra pierna y se fue deslizando lentamente por la madera cruda que le raspaba la panza.

De pronto se confundió, le pareció que el suelo estaba más cerca, se soltó de golpe y cayó abruptamente sobre el piso duro. Lanzó un chillido, pero no lloró. Otra vez se colocó sobre la panza, apoyó las dos manos, levantó la cola y miró hacia el costado por el hueco que le dejaban los brazos. Buscaba algo donde apoyarse pero no lo encontró, entonces volvió a sentarse. De pronto notó que las patas de la cuna estaban cerca, gateó hasta allí, apoyó otra vez sus manos y usó los listones que asomaban debajo de la colcha multicolor como punto de apoyo, se volvió a levantar.

A sus espaldas escuchó un grito de horror. Se dio vuelta y cuando la vio, esbozó una sonrisa. Adelantó una pierna. Todavía inseguro levantó la mirada hacia la mujer que estaba parada en la puerta con una mueca de asombro y estupor. Adelantó la otra pierna y se animó a soltarse. Con la alegría iluminando su rostro dio un paso, el primero de su vida, hacia los brazos abiertos de su mamá.