miércoles, 21 de enero de 2009


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• Jorge Lanata

Si alguna vez discutimos las condiciones que generan la delincuencia, o la promueven, podríamos pensar en terminar con ella.Discutimos la cárcel para nuestros jóvenes. Estamos empezando la discusión por el final. Al Estado argentino le preocupa la edad en que una persona puede ser imputable para castigarla. Como política hacia la juventud suena bastante pobre, ¿no? Nadie discute cómo educar, becar, trabajar, ayudar, formar a los jóvenes. Sólo cómo encarcelarlos. El delito parece ser una cuestión de azar, de geografía, de horarios (¿o de raza?). Se cree que si la población carcelaria subiera de 60.000 a 3.000.000, el delito terminaría. Algo así como que la población dispuesta a violar el derecho a propiedad o a la vida es estable, y se trata de identificarla, procesarla y ponerla a resguardo de por vida. Actuamos frente a los jóvenes como si ellos hubieran hecho el mundo; ellos y no nosotros. Tenemos hijos por azar, para que vivan nuestra vida, porque se pinchó el forro, porque ya es hora, porque creemos que unen a una pareja desunida, porque sí y porque –a veces– queremos tenerlos y son fruto del amor por alguien. Después, los tiramos en el colegio, pensando que es en ese sitio donde van a educarlos. Como el Estado desprecia a los maestros, hacemos lo propio: si un profesor aplaza a nuestro inocente niñito, decidimos que la culpa es del autoritarismo escolar, de la burocracia, del ministerio, pero jamás de la dulce palomita. Nos calificamos “amigos” de nuestros hijos cuando ellos esperan, en silencio, que seamos sus padres. Les transmitimos nuestros sueños: nada mejor que “salvarse”; la vida a veces da batacazos y se trata de esperarlos: esforzarse no vale la pena. Les dejamos absolutamente claro que tener es mejor que ser: un Mini Cooper, unas Nike, un buzo de GAP, un culo divino y un par de piernas largas (porque también se pueden tener personas).

Les hacemos “sentirse parte”: de los vips, las tarjetas de crédito platino, el pase libre. Les exigimos que sean lindos, que estén despiertos y se muestren divertidos. Les vendemos drogas al efecto (¿o los jóvenes se las venden a sí mismos?) y después perseguimos a los más pobres por usarlas. Un día, el Dr. Frankenstein notó que el monstruo no lo obedecía. Y comenzó a temerle. Por supuesto, ya era tarde. ¿Es ésta una apología de los pibes chorros?

Nada más lejano. Estoy diciendo que ninguna película se empieza a ver por el final. Si alguna vez discutimos las condiciones que generan la delincuencia, o la promueven, podríamos pensar en terminar con ella. Nos asusta que roben. Que roben en una sociedad que sólo condena a los pobres que roban. Nos asusta que maten. Eso los vuelve imprevisibles. ¿Quién les venderá las armas? ¿Otros jóvenes o los adultos? Nos paraliza que no le den importancia alguna a la vida. ¿Le damos, nosotros, importancia a la vida de ellos? •